La niña bonita

Si alguna vez me muero, por favor, que sea a tus pies. Que lo último que habite mi atormentada existencia, sea tu baile indomable de sal y arena. Llévame contigo cuando el suspiro final sea el germen de la venganza, y de ella renazca un ejército dispuesto a morir en tu honor. Vísteme de virgen, peina mi pelo, y yo haré de tu brisa un credo que sacuda los cimientos de todos los demás. Dejaré mi sino en tu regazo, y me mostraré dócil y complaciente, esperando a que uno de tus faros ilumine, revelador, cuál será mi final.

Y aunque no muera, aunque mi pecho siga sacudiéndose hambriento de subsistir, me postraré ante ti. Mis rodillas caerán sobre el sablón suplicando clemencia, y dejaré que me acunes, aunque todavía no te pertenezca. Te imploraré que me cuentes el secreto que te ha hecho invencible, y ante tu silencio, cubriré mis pies con tu manto. Volveré a ponerme en pie y de espaldas a ti, empezaré a andar, sabiendo que tu canto me atraerá, repleto de mil ondinas reclamando a su hermana de vuelta a su hogar.

Manual de una penitencia

Escóndeme de este cuerpo manido y frío,

protegiéndome de la fragilidad con que fue concebido,

apartándome de esas miradas que pretenden saber

quién soy.

Sálvame de aquella juventud animal,

que me convirtió en víctima antes de ser nacida,

criada por los mismos verdugos

autores de ese error crucial.

Quítame la venda,

porque ya no tengo miedo de ver mi reflejo cruzando la puerta,

aunque con la dolorosa certeza de una realidad encubierta;

ella jamás será yo.

Aunque tú no lo sepas

Inventamos mareas
Tripulábamos barcos
Y encendía con besos
El mar de tus labios.

Enrique Urquijo y Los Problemas

Nadie le ha dicho que es capaz de salvar al mundo con un abrazo,

que de sus pupilas rezuma un abismo inescrutable y en sus lágrimas recae todo el dolor de una nación.

Nadie le ha dicho que cuando me besa, el frío abandona mis huesos,

que de sus caricias salen ejércitos dispuestos a borrar el pasado,

que nació porque la vida necesitaba un sentido para seguir.

Nadie le ha dicho que su cuello sabe a la sal de un mar que cura heridas,

que es capaz de hacer tambalear todos mis esquemas cuando me baja las bragas,

y me dice, muy lento, que me deje llevar.

Nadie le ha dicho que desde que duerme a mi lado, odio que se acaben las noches,

que los domingos son un error cuando se va

y, la mera existencia, una fiesta cuando se queda.

Nadie le ha dicho que es capaz de hacer que el orgullo adquiera un nuevo significado,

que de sus manos nacen las raíces donde quiero seguir creciendo,

y su regazo es el único sitio donde quiero estar.

Nadie le ha dicho que cuando canta, bailan hasta los más tristes,

que su sonrisa son los cinco minutitos más de cada mañana,

que le debo la vida que he vivido desde que le conocí,

y que quizá por todo eso,

merece que le dé

toda aquella que me quede.

Una canción de The Killers

Han sido muchos años escribiéndole al amor; a veces imaginario, a veces esquivo, a veces simplemente real y doloroso.
Paralelamente a aquello, fui cediendo ante la incompatibilidad, ante la rutina, ante la verdad demoledora que suponía saber que el amor siempre sería una posibilidad, cuya reciprocidad era tan cuestionable como su propia esencia.
Me repetí mil y una veces, tras hablar con muchas bocas que habían jurado en nombre del amor, y languidecido poco después tras su ausencia, de que perseguía una quimera, anticuada, desolada, irreal, y de que la única forma de escapar era olvidarme de ella.

Claro que, luego, te conocí a tí.

Una parte de mí lo supo desde el principio, la otra esperó pacientemente tras la puerta hasta que decidiste entrar, pero las dos tenían tatuado tu nombre a fuego, y tus ojos azules envidia del mar.

Me sonreíste en aquella terraza, mientras el mundo parecía no ser consciente de que esa noche, por fin, había empezado todo lo que jamás tendría vuelta atrás.

Y desde entonces
has sido el sueño en el que vivo aunque esté despierta,
el beso de buenas noches que lo cura todo
la canción que cantas constantemente en mi cabeza,
el sentir perpetuo de que todo va a salir bien,
y la sensación irremediable de que,
ésta vez,
es cierto.

Y es que siempre serás
El abrazo que todo lo cura,
la caricia que junta mis grietas
la mitad que me hacía falta incluso cuando estaba completa
la sonrisa que acucia mi alma,
y que me acuna,
y que me mata.

Alguna vez podré escribirte sabiendo descifrar todo lo que emana mi pecho, pero no tengo prisa porque nos sobra tiempo, no tengo excusas porque ya no existe duelo.

No tengo miedo

porque

te tengo

a ti.

Los mismos clavos

Te diría que te quiero hasta desgastarme los labios en burdos intentos de explicar porqué tú, y no cualquier otro.

Te diría que te quiero hasta que la palabra fuese en vano. Hasta que sonase a promesa barata, a sueño roto, a hablar por hablar. Te diría que te quiero hasta consumirme en tí. Hasta ver la vida tras las mismas pestañas que hoy me aguardan, cuidándome, y revivir sólo para guardarte en mis pupilas acunándote dentro de mí.

Te diría te quiero siempre. Incluso aunque la propia palabra me parezca endeble, injusta e infantil ante esta conexión que derriba todo a su paso, muro a muro, llanto a llanto, canción a canción.

Te diría que te quiero porque es lo que sentí desde la primera vez que pasaste tus manos por mi espalda, quitándome ese peso de encima que jamás volvió. Invitándome a un viaje para el que no había chaleco salvavidas, ni cámara, ni acción. Devolviéndome la paz, la fe, la voz.

Te diría que te quiero aunque no me creyeses, aunque negases con la convicción de un corazón herido, aunque tapases tus oídos refugiándote en la negación.

Te diría que te quiero porque aunque no tenga sentido,

ni pies, ni cabeza,

pase lo que pase y a pesar de a quien le pese

siempre tendré razón.

De San Francisco a casa

Era de noche. Íbamos un poco borrachos. Las luces de la ciudad se encendían despidiendo los últimos días de un año mordaz, y evitando que nos convirtiésemos en sombra.

Las conversaciones triviales fueron la banda sonora de camino al hotel, y el tiritar de mis dientes una perfecta percusión, que podría haber nacido del frío de aquel desgastado invierno, y sin embargo fue fruto de aquella indecisión innata que me erizaba la piel y me mantenía en guardia.

Entramos en aquel edificio sorteando la lluvia incipiente que se cernía sobre nosotros, y aquel hotel nos dió la bienvenida. Era el último de la ciudad en el que estaba permitido fumar, porque sabías que lo de consumirme no era solo una metáfora, que la procesión iba por dentro y el puñal pegado a la espalda.

Deshicimos aquella tensión descubriéndonos humanos mientras aquel baño, antiguo y desfasado, era testigo furtivo como tantas otras noches, de una historia similar.

Lo demás ocurrió entre las sábanas.

A veces con los ojos cerrados escuchándote narrar historias que me transportaban a cualquier lugar y me hacían dudar de si eras humano; otras con la mirada puesta en esa ventana que daba a un patio interior, con miles de anécdotas alrededor que parecían haber enmudecido para escuchar las nuestras.

Aquella noche dormí sumida en una oscuridad a la que había sido esquiva, consumida por la idea de conocer su verdad, y desperté acurrucada en los posos del ayer, entendiendo que por primera vez, no era necesario un mañana.

Manifiesto de una adicta al dolor

Sensible, así fue para todos desde el principio. Condenada fue el mejor sinónimo que encontré yo, por aquel entonces, para la extraña situación que me obligaba de forma sistemática a llorar todas las lágrimas que nunca fueros desechadas en mi nombre.

Mi padre, sabio conocedor de todo lo que en cuanto a mí respecta, lo tuvo claro desde el principio. Estaba hecha para sentir ante la incomodidad palpable de aquellos que preferían sumergirse en el olvido, para no tener que enfrentarse al dolor.

Al principio me negaba. Me negaba a una realidad que amurallaba los sentimientos, pues era arriesgarse a que te devorasen desde el interior, como diría la gran Frida Kahlo mucho antes de que yo llegase a este mundo para poner ese lema de bandera.

Con el paso de los años lo entendí. Entendí que era lo fácil. El camino tonto. Un atajo más, para esta vida que parece poner caminos más largos de lo que somos capaces de divisar. Y comencé a sentir envidia. Una envidia que me colapsaba el alma y me hacía sentir pequeña e indefensa, fácil y rota, predecible e incapaz.

Ahí fue cuando todo comenzó. Limpié mis lágrimas y barrí la necesidad de empatía que buscaba sin tregua, y no fui capaz de encontrar en ningún lugar. Me escondí de mí misma y aposté a favor de todos y en contra de mí, como siempre había hecho.

Me quedé impertérrita, pensando que la neutralidad me daría una tregua, que la vida se pondría de mi lado, y podría pasar desapercibida ante el mismo corazón que latía, dando vida pero muriendo lentamente ante la negación.

Al final pasó lo predecible. El sentimiento acabó devorándome por dentro y desligándose de todo escondite posible que pudiera haber encontrado. Acabó demostrando ser no sólo una parte de mí, si no el epicentro de lo que yo era.

Y yo cedí. Cedí ante el llanto catártico de un corazón roto, ante la imagen de mi abuela bailando en la cocina, ante la vida llamándome a la puerta, y el alma esperándome en la esquina.

Y sentí. Sin tregua, sin calma, sin fronteras, sin alarmas, sin culpabilidad ni pausa y sin ganas de querer parar. Y sentí, aunque me escociesen las entrañas, aunque no tuviese ganas, aunque la herida se ensanchara sin posibilidad de parar.

Y sentí, sin que nadie me frenara, sin que las excusas me dejaran olvidarme de que sentir era la mejor forma de seguir viviendo, y que, lo único que yo necesitaba era volver a vivir.

De puertas para adentros

Innecesario. Como las preguntas que formulas temiendo las respuestas, como la necesidad de huida en un callejón sin salida, como el latido convulso de un corazón que está destinado a cesar.

Cruel. Como el último abrazo que intenta sanar lo que está matando. Como la bilis depositada en aquella última frase que sentencia, puñal en mano, todas las que vendrán después.

Vital. Como la niña que se desnudó, harta de ataduras, y se vistió de gala para abrirse la puerta. Como el escozor que cura la vida, como la vida que se abre camino, como el camino que se toma por principios y no por conocer su final.

Intenso, como todo aquello que hago, tomándome el pulso en cada tramo para valorar más todavía el seguir respirando y, sobre todo, el no querer parar.

Porque llevo atado el sentimiento a mi nombre desde el día en el que la escritura me abrió sus piernas y de nada sirve guardarse dentro todo aquello que merece estar fuera.

Porque al final todos nos escondemos,

sin tener en cuenta

que nadie nos va a encontrar,

si no abrimos la puerta.

Notas al pie de una página en blanco

Por todo lo que me he luchado.

Sigue ocurriendo. Cuando cierro los ojos y dejo que los años se  posen en mis ojeras, fieles creyentes del peso del tiempo. Aparece de la nada. Pisando. Dejando una huella marcada que sólo es un retazo más en un cuadro perfeccionado en cada periodo recurrente.

Me viene el recuerdo de las ganas desmedidas que tenía de que todo saliese bien. Siempre las tuve. Esa esperanza latente que seguía guardado, a ciegas, en lo más profundo de la garganta.
Me dediqué durante años a escribir sobre cambios inexistentes, porque la fé en que todo estaba yendo bien, calmaba la verdad.

La realidad llamaba a la puerta.

Aprendí discursos inconexos que dejaban a la niña que lloraba desgarrada y sin rumbo, como un simple paso para una transformación que ni siquiera poseía los cimientos. Me miré y sonreí como si mi reflejo fuese una versión mas convincente de mí misma.

No cambié porque no estaba preparada. Porque la cuerda que me sujetaba terminaba haciendo un nudo alrededor de mi pecho, porque me carcomía la infelicidad del desconocimiento, y no sabía cuánto iba a necesitar gritar hasta que todo llegase a su fin.

No cambié porque todavía me quedaba una última lección que aprendí a base de prenderme fuego y esperar, rezando porque algo se reavivara dentro.

No cambié porque aún no sabía que hubiese camino después del desastre, y mi corazón se ponía los zapatos ante el aviso de impacto en el que el único objetivo era sobrevivir.

Y si ahora lo sé es porque corté puentes, vacíe vísceras, conseguí paz y encontré la voz que no sabía que guardaba. Lo sé porque ahora del quicio de la puerta roza el futuro, y el pasado se ha dedicado a enseñar.  Lo sé porque si ahora no escribo sobre cambio es porque sé que se trata de personalidad.

Porque la esencia sigue ahí,

porque el dolor siempre estará.

Por la niña que fui,

y por la exclamación

que es

punto y final.

Amenizaje

Nudo en la garganta;

inevitable sensación de asfixia emocional.

Tengo mil historias para no dormir y sólo un cuento de buenas noches, una verdad inconexa dicha entre cuatro mentiras mal puestas que ahora son sólo una anécdota más, de todas las fábulas en las que tú simplemente elegías el final.

Estuve arañando mis recuerdos en busca de conclusiones para el final de una historia sin principios, y entendí que el veneno no emanaba de mi boca, si no que nacía en mi garganta y moría en mí.

Me llené de puñales para no dar una segunda oportunidad a quien no había tenido el deleite, de dar la última estocada, y permanecí impertérrita mientras todo lo que amaba desaparecía detrás de la oscuridad que yo misma había creado.

Me pasé tanto tiempo esquivando las balas, que no tuve la oportunidad de saborear el hierro, ni de darme cuenta de que la sensación de abandono sólo era el prólogo perfecto de un nuevo despertar.

No me volvieron a crecer alas después del último vuelo,  pero mantuve mil motivos para volver a nacer, sabiendo que esta vez, nadie escribiría mi historia.