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Sinfonía atemporal

La soledad que acucia desde el quicio de un pecho pidiendo libertad, es únicamente comparable a la desidia que enmarcan, las pupilas acristaladas de la gente que sabe que cuando todo esto acabe, querremos ser los mismos aunque ya nada sea igual. Buscamos la liberación acariciando las pantallas que hasta ahora, nos ocultaban al resto del mundo, y nos sentimos vacíos y miserables, esperando encontrar una luz que nos salve, de nuestra propia oscuridad.

Entramos en un bucle con la tristeza arañando las paredes, y otorgamos la culpabilidad a la soledad, cuando realmente el único motivo de tal desazón, es encontrarnos de nuevo con nosotros mismos y no ser poseedores de una buena excusa, que nos abra la puerta y nos saque de aquí.

Nos refugiamos en la esperanza del mañana, coaccionando al presente como si fuese un peaje obligatorio a pagar esperando expectantes un futuro perfecto que, rezamos, se convierta en realidad cuando sólo es verbo. Inconformistas de alas rotas, sueños baratos, egoísmos banales, carnales e incalculables, hacedores de sueños en vez de realidades, amortajados, condenados, siendo nosotros los verdugos y las víctimas de este juego incomprensible, fruto de esta inmarcesible sociedad.

Así que cuando la vida nos dé una segunda oportunidad, el mar nos bañe los pies y el sol nos permita volver a bailar a su merced, dejemos que el mundo vuelva a girar sin cuestionar su eje, y empecemos a rotar con él sin pensar en lo que pasará, y confiando en que pase lo que pase, siempre nos tendremos a nosotros y siempre nos quedará la libertad.

Antónimos sinónimos

Puedo ir adelantando, que el hecho de ser una soñadora en un mundo en el que la realidad te golpea con la misma brutalidad que el adiós, es andar con pies de plomo, sobre unas nubes que se desintegran a cada paso. Nacemos para morir sepultados sobre una vida que no elegimos, sobre un futuro prometedor que jura más de lo que nunca podrá otorgar, sobre las exigencias de un país que hace muchos años dejó de cumplir las nuestras.

Pasamos toda la vida intentando no hacer ruido, por miedo a que la sociedad mire de soslayo cómo alguien intenta cambiar ese eslabón, del que todos los demás se quejan. Aprendemos a memorizar conceptos, a encajar, a sacar brillo a las placas que conseguiremos absorbiendo unos conocimientos que poco después, terminaremos vomitando cuando ya no hagan falta, cuando ya no haya un examen que determine quiénes somos o qué tenemos que ser.

Ya no se habla de pasiones, ya no se queda en los bares, ya no se grita por una libertad utópica que causa estragos en las mentes que aún la recuerdan, negándose a olvidar, lo que lucharon por creer.

Puedo ir adelantando, que muchas veces me he tragado mis palabras por miedo a hacer daño a personas que, mucho antes de aquello me habían declarado territorio de conquista, clavando puñales antes de que nada en mí, pudiera florecer. He cubierto charcos, he parado balas, he sido escudo, casa y protección pidiendo únicamente un abrazo a cambio, que no llegó incluso cuando la primavera empezaba a germinar, dejándome llagas de pasado.

Dejé pasar al verdugo, quizá fue por eso por lo que nunca llegué a sentirme víctima.
Me hice a un lado antes de que nadie me lo pidiera,
y con la respiración elegante de una mecedora
fui dándome cuenta de que
la muerte me nacía por dentro,
y apagándose en silencio,
moría la vida.

Far, far, away

Hemos aprendido a volar, a falta de ganas para seguir andando en un mundo en el que todo era ir dando traspiés. Hemos conocido al demonio que llevamos dentro, cuando ni el mayor de los milagros era capaz de salvarnos del infierno. Hemos aprendido que las promesas son eso que se incumple, cuando las palabras ya no son necesarias para demostrar que eso que se dice ya no es verdad. Hemos sido el ejemplo más veraz y gratuito de las dos caras del avance, y de la destrucción que crean aquellos que desean quedarse atrás. Lo hemos tenido todo, y sin saber cuidarlo, nos hemos quedado en la precariedad de quien no movería un dedo para salvar la vida, ni aunque pagaran por ello. Hemos sido las víctimas de un desconocimiento digno de un récord, que haría que el mismísimo Lorca levantara la cabeza de su tumba, y se fuera, con su poesía, lejos de aquí.

Hemos crecido

Nos hacemos mayores entre WhatsApp y WhatsApp,

sin fijarnos en las pequeñas cosas que nos da la vida,

sin fijarnos en la constelación de lunares que forman

la espalda de aquella chica que conociste en ese cine de mala muerte,

en las pequeñas arrugas que le salen a tu padre

en la esquina de los ojos cuando sonríe,

en la forma en la que cada persona te hace el amor

cuando te mira a los ojos diciéndote la verdad.

Malgastamos la vida en las equivocaciones,

en pensar si fuiste tú o si fui yo,

en vez de apostarlo todo a un nosotros que cambie el rumbo

de todo lo que hasta ahora creemos posible.

Perdemos la vida en segundos,

y ahí afuera,

todo son guerras.

La imagen puede contener: una persona, sonriendo, primer plano

En realidad

Mi pequeño principito, tienes que entender que todos los días no son blancos o negros. Hay días grises. Días en los que a pesar de que nada vaya mal, tu cuerpo te pide que pares y observes lo que pasa a tu alrededor, aun sabiendo que esa realidad de la que te estás absteniendo únicamente va a servir para sacarte de ese País de las Maravillas en el que estás acostumbrado a vivir. Cuando paras y observas, te das cuenta de que sigue habiendo violencia de género, de que los tan mencionados armarios sólo son una prisión para aquellos que nacen condenados por saber y querer amar de una manera tan libre como el pensamiento les guía. A veces es bueno parar, a veces es bueno darte cuenta de que aunque lo sufras, por lo menos no alimentas al monstruo que un día nos dió la vida y que día a día, telediario tras telediario y matanza tras matanza, nos la quita.

Amores que matan

El amor es, cuidándolo de forma adecuada, una de las cosas que le dan sentido a la vida, pero otras veces es solamente un lastre que nos hace caer.

Parece que nos da miedo hablar de las relaciones enfermizas, y es que estas se fundan y se mantienen mucho más de lo que queremos o nos gustaría, pero ocurre. Tendemos, de manera generalizada, a justificar cualquier comportamiento cuando estamos enamorados. Esto puede ir desde pequeños desprecios hasta grandes humillaciones y vejaciones, aunque no siempre tiene que ser en ese orden o de esa forma. Y es que si una cosa tenemos que tener clara es que amar no puede doler, no puede hacernos daño. No estoy hablando de típicas peleas en las que es normal que a veces se recurra a frases o acciones (fuera de la violencia física o psíquica), que puedan hacernos pasar un mal rato, hablo más bien de esa típica sensación de vacío en el pecho que te acompaña día a día, y moldea tu personalidad a la imagen y semejanza de quien dice amarte. 

Si alguien te ama, y verdaderamente lo hace tal y como lo dice, te amará bien, más y mejor, sin prisas ni presiones, sin segundas intenciones, sin dolor, porque una cosa está clara, el amor está para vivirlo y no para morir lentamente por él.

Así que no te dejes matar.

Había una vez…

Lo que no nos cuenta el narrador interesado, es que la princesa no lloró más una vez que el príncipe se hubo marchado. Entendió que tarde o temprano ella hubiera huido sin esperar ningún zapato de cristal, que el palacio se le hacía demasiado grande y el príncipe demasiado pequeño. Que sus sueños estaban embutidos en una sonrisa de esfinge y sus miedos estaban escondidos tras un ‘todo va bien’. Entendió que ya no necesitaba más capítulos de una historia acabada, que eso ya se lo dejaría a otra a la que le gustaran las historias usadas. Que ella no deseaba pasar página, ni comenzar otro capítulo. Comprendió que quería y necesitaba ser, la única protagonista de una historia en la que las perdices fueran plato único, y esta vez y para siempre, únicamente para ella.

Igual que tú

Puedo ver lo mismo que tú, oler lo mismo que tú, sentir lo mismo que tú. 

Puedo llorar lo mismo que tú, soñar igual que tú, luchar igual que tú. 

Pero no soy igual que tú. 

No puedo correr como lo haces tú, ni jugar como lo haces tú, ni saltar como lo haces tú. 

Porque no soy igual que tú. 

Soy una de las 120.000 personas estimadas que hay con parálisis cerebral en España. 

La incidencia anual de parálisis cerebral infantil se estima en 2 a 2.5 por cada 1.000 nacimientos, y yo fui uno de esos nacimientos.

Y es que no soy igual que tú.

Y porque no soy igual que tú, necesito ayuda.

Una ayuda en forma de operación que llevo esperando un año y cuatro meses.

Pero no me estoy muriendo y ese, aunque suene raro, es el problema. Puesto que como no me estoy muriendo, todo se puede posponer, dilatar y hacer esperar.

Pero yo ya estoy harta de tener paciencia, de tropezar y de caerme una y otra vez.

Pero claro, como no soy igual que tú, y tampoco igual que ellos, nunca sabrán lo que es caerse antes de, tan siquiera, saber lo que es estar en pie.