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Resiliencia

Perdón por haberme hecho tanto daño, y por no haber comprendido antes, que si la vida no viene con manual de instrucciones, es porque todavía nadie ha sabido salir ileso de ella. Que no hay camino perfecto. Ni respuesta correcta. Ni truco final de esos que te dejan con una sonrisa en la boca, cuando piensas que todo había acabado. Que no hay dobles cartas, y nadie aparece con un ramo de flores al final de cada putada, porque te das cuenta de que la verdadera inocente eres tú, y la inocentada es cada piedra con la que te tropiezas hasta que aprendes que ellas también forman parte del camino.

Si me pido perdón es porque siento, que he bañado con las lágrimas los párpados culpables de gente que lejos de mirarme a la cara, pierde la suya al verme de frente. Que he perdido los papeles por gente que interpretaba los suyos perfectamente, y he caído en la trampa de creerme inferior que aquellos que sólo subieron a la cima, porque vivían por y para la adrenalina que les otorgaba el descenso.

Necios de sonrisas vacías, de pechos que no albergan corazón si no ira, que morirán sin saber que el amor siempre fue la respuesta, y ellos vivieron temiendo a la pregunta. Que la vida es ese simulacro que perfeccionas cuando a tus espaldas está el verdadero incendio. Que vivimos con tanto miedo a las llamas que nos perdemos el calor de nuestro propio fuego. Que descatalogamos, vendemos y utilizamos cualquier producto, aunque este susurre entre sollozos nuestro nombre, y nos hemos acostumbrado a mirar las heridas, en vez de asegurarnos de que no seremos nosotros los que empuñemos el arma la próxima vez.

Me pido perdón por haberme creído igual que toda esa gente que se marchita, indiferente a cualquier estación del año.

Porque si bien en la vida no hay victoria sin daño, tampoco hay sentido sin pasión.

Y os puedo asegurar que eso es lo único por lo que no debo pedir perdón.

Entre el suelo y el cielo

Creerte nunca fue una opción. Fue un abismo para los soñadores, que aún sabiendo que hacerlo era una caída en picado, esperaban que fuera el cielo, y no el suelo, el que los encontrara al llegar.

Tú no fuiste la caída, fuiste la adrenalina al final del camino, el ligero cosquilleo en los labios, el abrazo a los ‘peros’, y la extraña manía de creernos eternos aunque nunca supimos lo que podía pasar. Me enseñaste que las promesas eran la excusa de los cobardes para tener atado todo aquello que, en realidad, merecía volar sabiendo que al final el camino de vuelta les llevaría al lugar correcto al que llamar hogar, que no necesitábamos recuerdos, ni pactos, ni pretextos para acabar juntos aquello que nunca quisimos terminar.

Y quizá nunca llegamos a nada,
porque quizá ya lo hemos sido todo.

(Y eso, es lo realmente imposible de borrar)

Crónica de una muerte anunciada

Nacimos enfermos.

Enfermos de miedos, de dudas, de complejos, nacimos preguntándonos que era lo correcto para los demás antes de saber si quiera, qué camino era el nuestro. Nacimos condicionados, cautivados y condenados por nuestros propios problemas, aquellos que creímos superados pero que volvieron a renacer una vez pasado el tiempo, cuando todo era calma, y no teníamos a nadie cerca que nos dijera que pasaba exactamente cuando llegaba el invierno.

 

Vivimos engañados, absortos en ambiciones autoimpuestas y en sueños rotos, en la importancia de trabajar en algo, y en el olvido de amar el qué. Vivimos presionados, rodeados de personas que te ríen con la misma cara con la que luego te darán la espalda, con el miedo en el cuerpo de no saber cómo vivirás cuando llegue mañana, cuando en realidad solo conoces lo que ocurre cuando empiezas a respirar, porque de vivir no sabes nada.

 

Somos un número, una ecuación incompleta a manos de un futuro desgarrador que nos cortó las alas, nos bajó los humos, nos lanzó al miedo, nos dio excusas, avisos y pretextos, para no salir del sendero estipulado en el que lo único que podíamos hacer era seguir corriendo, en una cinta que se reiniciaba, en un camino que volvía a empezar para evitar que llegaras demasiado lejos, o demasiado alto, como para ver que desde arriba, sólo éramos hormigas andando en círculos, debajo de una mano ordenadora, que lejos de ser Dios, era más bien el mismísimo diablo.

 

Somos la moraleja sensacionalista, la generación saturada, absorta, cansada, rota, maltratada, y usada solo para cumplir todos los sueños de aquellos que un día estuvieron en nuestro lugar y no pudieron. Somos los siguientes en la lista en caer en el infierno,

 

Pero tranquilos, todavía nos quedan ganas para seguir luchando a pesar de que nadie crea en la causa, por perdida, porque un día ella

fuimos

nosotros.

Dicen que sí

Me he perdido, y encontrado tantas veces durante los últimos meses, que no sé cuándo fue la última vez que dormí y amanecí conmigo. Han sido muchos momentos, momentos de aprendizaje y dolor, de perderlo todo y de poder con ello, de creerme tan humana como diosa, jodida hija de puta que sigue sacando la cabeza cuando el agua le llega a la garganta, y el aire no. Prometí que no volvería a caer y vivo en el suelo, camino sin rumbo en la vida y me guío por el que me padre siguió primero, respiro queriendo no hacerlo y continúo porque jamás nadie me explicó qué hacer cuando ya quedan motivos, ni aliento, para seguir corriendo.

He podido mentir muchas veces, pero he preferido rendirme a la evidencia, arriesgarme a desvelar que nunca me ha hecho falta dejar este mundo, para considerarme una persona muerta, pero que siempre he encontrado motivos suficientes para volver a vivir. Y lo siento. Siento si no fui lo que esperabas, el día que llegaste a mi vida para prometer que te quedarías, cuando ya estabas preparando la excusa perfecta para la próxima partida, cuando todo saliera mal.

Lo siento, porque nunca fui lo que quisieron que fuese, y porque en vez de intentarlo esta vez, prefiero seguir perdiéndome y encontrándome mil veces, hasta que por fin, me vuelva a ver.

Llámame viento

Llámame ilusa, si después de tanto tiempo sigo buscando hacerte tan feliz, que las comisuras de tu boca se revienten cuando pienses en todo lo que has llegado a vivir conmigo.

Llámame ilusa, si después de tanto tiempo, sigo totalmente enamorada en un mundo en el que el amor se compra, como una mercancía inefable incapaz de prostituirse por algo que no sea, alguien a quien abrazarse cuando llegue el invierno.

Llámame ilusa, si después de tanto tiempo, camino bajo el filo de un destino que aprieta mi pecho, pidiéndome entre sollozos que te quedes cuando llegue mañana.

Llámame ilusa, porque no podré negar, que he seguido con los ojos cerrados todos los pasos que me han llevado a tu puerta, y jamás he querido salir del sendero al que llamé hogar, según decidiste quedarte.

Llámame ilusa. Llámame viento. Llámame cuando todo quede en silencio, cuando tu voz se escuche entre las sobras, y solo sea capaz de entender que llamarme siempre fue un pretexto, para que siguiera mirando hacia delante, sabiendo que tú estarías buscando la respuesta para llegar,

siempre

hasta

mí.

Clávate, puñal

Si siento más respiro, y si no reviento es porque escribo hasta encontrar aire. Me hice nómada de secretos entre las costillas de aquellos que juraron hacerme historia, y acabaron relegandome a ser recuerdo destinado a marchitar hasta sus mejores pesadillas.
Porque de las peores ni ellos quieren hablar.
Me preguntas porqué estoy tan triste mientras apagas el sol y enciendes un cigarro. Como si quisieras que te consumiese. Como si no estuvieses lo suficientemente consumido ya.
Y yo río. No por ganas. Si no por desesperación. La que me quema la garganta, la que te oprime el pecho.
Y nos junta.
Y nos aprieta.
Y yo río. No por ganas. Si no porque me prometí a mí misma que moriría haciéndolo.
Y yo si cumplo mis promesas.

Retazos de un último verano

Quise tenerlo todo, y sin embargo solo fui capaz de acercar la pistola a mi sien y acostumbrarme a pasar toda la vida escribiendo lo que pudo haber pasado.

El sabor de la sangre, y el ruido compacto de cuando todo explota. De cuando ya no queda nadie más.

Ni nada más

que

recuerdos.

Quizá fue mejor el disparo, la risa, la gracia, la duda, el desgarro.

Quizá fue mejor quedarse con la incógnita de lo que pasa en las noches frías de mayo, cuando nace la excusa y muere el llanto.

 

Érase una vez

Sujétame en tu pecho y hazme dormir en la orilla de esta playa de lágrimas vacías que ahora lloran solo por ti. Intenta secármelas con el pretexto de haber conseguido encontrar una manera de hacerme feliz, aun sabiendo que está todo perdido, que ese día no decidí marcharme, pero que tus verdaderas intenciones, — camufladas bajo la vieja historia del lobo feroz, que se prostituyó a cambio de una piel de cordero— acabaron arrastrándome contigo. Pídeme perdón, por haber sido tú, y no otro que doliera menos, el que rompiera mis esquemas en vez de mi corazón, a sabiendas de que este último tenía solución por viejas experiencias, y sin embargo, el primero no.

Rabia con fuerza al verme con todo, pasea la lengua por todas aquellas que te recuerden a mí, aúlla intentando imitar el llanto que profanó nuestra casa la primera que te quitaste la máscara y te dejaste ver. Escóndete como el viejo espectador de una batalla perdida, a la que ahora únicamente le quedan balas vacías. Intenta encontrar en la noche abrigo, cuando tu único consuelo sea el de haber podido encontrar seres más horribles que tú, aunque hayas tenido que buscar con ganas. Lame tus heridas con veneno. Deja que la maldad te devore por dentro, con el velo negro de la única viuda que ha matado y ha muerto tantas veces como tú.

Púdrete por dentro. Revuélcate en tu tumba. Llora en silencio ante la oscuridad que proporciona el abandono.

Revienta. Muere en la soledad de quien ha ganado y ha perdido todo a la vez,

y revive para que sea yo la que, esta vez, acabe con el cuento.