Ahora que la vida me ha roto las alas, me he convertido en la verdad incómoda de la sociedad enferma en la que nací, crecí, pero me niego a morir pisando. He hecho de la jaula, hogar, del hogar, excusa, de la vida, sueño y del sueño, huida. He tenido miedo a vivir desde que descubrí que la muerte también formaba parte de la vida, y jamás he dormido del todo apoyando sobre mis párpados el peso del dolor de saber que miré a los ojos de mi abuela, minutos antes de que muriera.
Me confunden con la fortaleza idílica de una persona que siempre ha querido luchar, aquellos que se quieren inventar que jamás han surcado lágrimas por mis ojos más allá de las que han caído señalando felicidad.
A esos les sigo escribiendo, como el fantasma que en vida graba su epitafio cansado de disimular una ficción que ni aquellos que divulgan creen, a pesar de poner todo su empeño en ello. A aquellos les escribo como la chica que aprendió a lamerse las heridas, y a mirar sus cicatrices como un recuerdo vivo de cada batalla ganada, o no. Les escribo con todo el veneno que sueltan mis letras cuando alguien se cree con el derecho de leerme los labios, y meterse en mi vida, y rezo cada día porque caigan en su error antes de escribir el punto y final a cada una de sus mentiras.
Nunca he podido describirme en más de una oración sin que de mi boca salieran baratas formas de escurrir un bulto, que nacía en mi pecho y acababa en mi sien, pues he contemplado que el resto de la oración es una lectura temporal que va desapareciendo, y remplazándose por otra llegado el momento. He sido diosa y frente a mí se ha postrado toda esa poesía que se vistió de prosa, cuando el verso supo que el invierno únicamente no era sinónimo de frío, si no también de saber abrigar.
Y he seguido sonriendo, escribiendo, guiando, porque no hay mejor final para una historia que el saber que nada morirá mientras haya gente que la lea.
Y que a la vez sepa,
que nada tiene un final.