Odio cuando llegas a casa, con los nudillos destrozados de tanto luchar contra ti mismo, con esa botella de whisky en la mano derecha, y ese cigarrillo descansando en la comisura de tus labios, que para ser algo que mata, no está ni la mitad de consumido de lo que lo estás tú. Y me miras, esperando a que grite, esperando a que te llame cualquier cosa, porque sabes que te lo mereces, que siempre haces algo para merecértelo. Sin embargo yo permanezco inmóvil sentada delante de ti, mirándote a los ojos, y te asustas porque estás acostumbrado a tenerme entre tus dedos. Te sientas a mi lado buscando la proximidad necesaria para que caiga en tus brazos, pero simplemente me limito a escuchar la mierda que siempre me sueltas cuando vuelves a casa con el aliento apestando a promesas rotas. Me abrazas y besas el pelo en busca de un consuelo inexistente. Besó tus labios y te robo el último cigarro de esa cajeta de ducados rubio que está encerrado en el bolsillo delantero de esos pantalones desgastados que tanto me gustan. Estás demasiado roto para coserte, aunque al fin y al cabo estás igual de roto que yo.
Sandra Haya