Me han tenido que crecer rosas en el pecho, para darme cuenta de que las espinas son el precio que tengo que pagar si quiero que, en mí, algo florezca. He aprendido a tropezarme mil veces con la misma piedra sin mirar de soslayo a un reflejo inexistente, sin echarle la culpa a la nada por miedo a pensar en el presente y encontrarme con algo que no fueras tú.
He aprendido de mis errores como aquel que un día estuvo al borde del precipicio, y desde entonces sólo conoce la adrenalina, cuando piensa en saltar. He escrito textos que me han partido el alma, he abrazado a personas que se la han llevado consigo y he conocido lugares que son tierra de nadie, hechos a la medida exacta para mí.
Me he gritado incapaz de entender el porqué, me he follado a versos, me he dedicado canciones, me he clavado puñales y he aprendido a disimularlos a base de lamer. He mudado cada piel que otra persona no sabía cuidar, he volado, he vuelto a la tierra y jamás he conocido hogar como el que forma mi abuelo con solo respirar. He aprendido que a veces las matemáticas fallan, que uno más uno pueden ser dos, o tres o cuatro, que el número par no está de moda y que ahora lo de saber amar, en vez de una realidad se ha convertido en distopía.
He apostado, he perdido. Me he desnudado de prejuicios y me he vestido, irremediablemente, cuando lo único capaz de calarme los huesos era el invierno. He sabido parar a tiempo, desgarrarme en silencio y después, recitarlo aquí.
Supongo, que al fin y al cabo se trata de eso.
Llenarme, vaciarme y saber huir a tiempo,
muy lejos y a la vez, irremediablemente cerca, de aquí.