Era de noche. Íbamos un poco borrachos. Las luces de la ciudad se encendían despidiendo los últimos días de un año mordaz, y evitando que nos convirtiésemos en sombra.
Las conversaciones triviales fueron la banda sonora de camino al hotel, y el tiritar de mis dientes una perfecta percusión, que podría haber nacido del frío de aquel desgastado invierno, y sin embargo fue fruto de aquella indecisión innata que me erizaba la piel y me mantenía en guardia.
Entramos en aquel edificio sorteando la lluvia incipiente que se cernía sobre nosotros, y aquel hotel nos dió la bienvenida. Era el último de la ciudad en el que estaba permitido fumar, porque sabías que lo de consumirme no era solo una metáfora, que la procesión iba por dentro y el puñal pegado a la espalda.
Deshicimos aquella tensión descubriéndonos humanos mientras aquel baño, antiguo y desfasado, era testigo furtivo como tantas otras noches, de una historia similar.
Lo demás ocurrió entre las sábanas.
A veces con los ojos cerrados escuchándote narrar historias que me transportaban a cualquier lugar y me hacían dudar de si eras humano; otras con la mirada puesta en esa ventana que daba a un patio interior, con miles de anécdotas alrededor que parecían haber enmudecido para escuchar las nuestras.
Aquella noche dormí sumida en una oscuridad a la que había sido esquiva, consumida por la idea de conocer su verdad, y desperté acurrucada en los posos del ayer, entendiendo que por primera vez, no era necesario un mañana.