Sensible, así fue para todos desde el principio. Condenada fue el mejor sinónimo que encontré yo, por aquel entonces, para la extraña situación que me obligaba de forma sistemática a llorar todas las lágrimas que nunca fueros desechadas en mi nombre.
Mi padre, sabio conocedor de todo lo que en cuanto a mí respecta, lo tuvo claro desde el principio. Estaba hecha para sentir ante la incomodidad palpable de aquellos que preferían sumergirse en el olvido, para no tener que enfrentarse al dolor.
Al principio me negaba. Me negaba a una realidad que amurallaba los sentimientos, pues era arriesgarse a que te devorasen desde el interior, como diría la gran Frida Kahlo mucho antes de que yo llegase a este mundo para poner ese lema de bandera.
Con el paso de los años lo entendí. Entendí que era lo fácil. El camino tonto. Un atajo más, para esta vida que parece poner caminos más largos de lo que somos capaces de divisar. Y comencé a sentir envidia. Una envidia que me colapsaba el alma y me hacía sentir pequeña e indefensa, fácil y rota, predecible e incapaz.
Ahí fue cuando todo comenzó. Limpié mis lágrimas y barrí la necesidad de empatía que buscaba sin tregua, y no fui capaz de encontrar en ningún lugar. Me escondí de mí misma y aposté a favor de todos y en contra de mí, como siempre había hecho.
Me quedé impertérrita, pensando que la neutralidad me daría una tregua, que la vida se pondría de mi lado, y podría pasar desapercibida ante el mismo corazón que latía, dando vida pero muriendo lentamente ante la negación.
Al final pasó lo predecible. El sentimiento acabó devorándome por dentro y desligándose de todo escondite posible que pudiera haber encontrado. Acabó demostrando ser no sólo una parte de mí, si no el epicentro de lo que yo era.
Y yo cedí. Cedí ante el llanto catártico de un corazón roto, ante la imagen de mi abuela bailando en la cocina, ante la vida llamándome a la puerta, y el alma esperándome en la esquina.
Y sentí. Sin tregua, sin calma, sin fronteras, sin alarmas, sin culpabilidad ni pausa y sin ganas de querer parar. Y sentí, aunque me escociesen las entrañas, aunque no tuviese ganas, aunque la herida se ensanchara sin posibilidad de parar.
Y sentí, sin que nadie me frenara, sin que las excusas me dejaran olvidarme de que sentir era la mejor forma de seguir viviendo, y que, lo único que yo necesitaba era volver a vivir.