Por todo lo que me he luchado.
Sigue ocurriendo. Cuando cierro los ojos y dejo que los años se posen en mis ojeras, fieles creyentes del peso del tiempo. Aparece de la nada. Pisando. Dejando una huella marcada que sólo es un retazo más en un cuadro perfeccionado en cada periodo recurrente.
Me viene el recuerdo de las ganas desmedidas que tenía de que todo saliese bien. Siempre las tuve. Esa esperanza latente que seguía guardado, a ciegas, en lo más profundo de la garganta.
Me dediqué durante años a escribir sobre cambios inexistentes, porque la fé en que todo estaba yendo bien, calmaba la verdad.
La realidad llamaba a la puerta.
Aprendí discursos inconexos que dejaban a la niña que lloraba desgarrada y sin rumbo, como un simple paso para una transformación que ni siquiera poseía los cimientos. Me miré y sonreí como si mi reflejo fuese una versión mas convincente de mí misma.
No cambié porque no estaba preparada. Porque la cuerda que me sujetaba terminaba haciendo un nudo alrededor de mi pecho, porque me carcomía la infelicidad del desconocimiento, y no sabía cuánto iba a necesitar gritar hasta que todo llegase a su fin.
No cambié porque todavía me quedaba una última lección que aprendí a base de prenderme fuego y esperar, rezando porque algo se reavivara dentro.
No cambié porque aún no sabía que hubiese camino después del desastre, y mi corazón se ponía los zapatos ante el aviso de impacto en el que el único objetivo era sobrevivir.
Y si ahora lo sé es porque corté puentes, vacíe vísceras, conseguí paz y encontré la voz que no sabía que guardaba. Lo sé porque ahora del quicio de la puerta roza el futuro, y el pasado se ha dedicado a enseñar. Lo sé porque si ahora no escribo sobre cambio es porque sé que se trata de personalidad.
Porque la esencia sigue ahí,
porque el dolor siempre estará.
Por la niña que fui,
y por la exclamación
que es
punto y final.