He abandonado el poco optimismo que abrazaba mi pecho en llamas, cuando he comprendido que soñar con los ojos cerrados solo hace que el primer pestañeo golpee con más fuerza. Juro que lo he intentado; que me he imaginado a mí misma con la suerte de la mano, que he luchado hasta el final por conservar parte de mi hogar, que el insomnio me ha devorado todas las noches en las que intentaba buscar una solución cuando ni siquiera sabía cuál era la pregunta. Y he caído, como un castillo de naipes ante el arrebato salvaje del viento, como la niña que siempre fui y que ahora solloza asustada bajo mis párpados, preguntándome porqué a pesar de los años sigo sin ser capaz de salvar lo que amo, por mucho que en el fondo sepa que la solución no está en mi mano.
Me agarro a los pocos centímetros de vida que centellean ante mi abrazo, sin saber si la próxima vez que el alborozo inunde sus pasos, será por mí, y no por otra persona, que sabrá cuidar lo que yo moriré amando.
He llorado hasta no reconocerme en el espejo, hasta odiar el sabor salado de la tristeza perenne que habita en mí, y he vuelto a escribir porque he descubierto que es lo único que se me da bien, cuando todo va mal, y sólo quedan las ganas salvajes de salir, corriendo, de aquí.
De salir huyendo de mí.
De salir de esta
por tí.