Entre el suelo y el cielo

Creerte nunca fue una opción. Fue un abismo para los soñadores, que aún sabiendo que hacerlo era una caída en picado, esperaban que fuera el cielo, y no el suelo, el que los encontrara al llegar.

Tú no fuiste la caída, fuiste la adrenalina al final del camino, el ligero cosquilleo en los labios, el abrazo a los ‘peros’, y la extraña manía de creernos eternos aunque nunca supimos lo que podía pasar. Me enseñaste que las promesas eran la excusa de los cobardes para tener atado todo aquello que, en realidad, merecía volar sabiendo que al final el camino de vuelta les llevaría al lugar correcto al que llamar hogar, que no necesitábamos recuerdos, ni pactos, ni pretextos para acabar juntos aquello que nunca quisimos terminar.

Y quizá nunca llegamos a nada,
porque quizá ya lo hemos sido todo.

(Y eso, es lo realmente imposible de borrar)

Crónica de una muerte anunciada

Nacimos enfermos.

Enfermos de miedos, de dudas, de complejos, nacimos preguntándonos que era lo correcto para los demás antes de saber si quiera, qué camino era el nuestro. Nacimos condicionados, cautivados y condenados por nuestros propios problemas, aquellos que creímos superados pero que volvieron a renacer una vez pasado el tiempo, cuando todo era calma, y no teníamos a nadie cerca que nos dijera que pasaba exactamente cuando llegaba el invierno.

 

Vivimos engañados, absortos en ambiciones autoimpuestas y en sueños rotos, en la importancia de trabajar en algo, y en el olvido de amar el qué. Vivimos presionados, rodeados de personas que te ríen con la misma cara con la que luego te darán la espalda, con el miedo en el cuerpo de no saber cómo vivirás cuando llegue mañana, cuando en realidad solo conoces lo que ocurre cuando empiezas a respirar, porque de vivir no sabes nada.

 

Somos un número, una ecuación incompleta a manos de un futuro desgarrador que nos cortó las alas, nos bajó los humos, nos lanzó al miedo, nos dio excusas, avisos y pretextos, para no salir del sendero estipulado en el que lo único que podíamos hacer era seguir corriendo, en una cinta que se reiniciaba, en un camino que volvía a empezar para evitar que llegaras demasiado lejos, o demasiado alto, como para ver que desde arriba, sólo éramos hormigas andando en círculos, debajo de una mano ordenadora, que lejos de ser Dios, era más bien el mismísimo diablo.

 

Somos la moraleja sensacionalista, la generación saturada, absorta, cansada, rota, maltratada, y usada solo para cumplir todos los sueños de aquellos que un día estuvieron en nuestro lugar y no pudieron. Somos los siguientes en la lista en caer en el infierno,

 

Pero tranquilos, todavía nos quedan ganas para seguir luchando a pesar de que nadie crea en la causa, por perdida, porque un día ella

fuimos

nosotros.

Dicen que sí

Me he perdido, y encontrado tantas veces durante los últimos meses, que no sé cuándo fue la última vez que dormí y amanecí conmigo. Han sido muchos momentos, momentos de aprendizaje y dolor, de perderlo todo y de poder con ello, de creerme tan humana como diosa, jodida hija de puta que sigue sacando la cabeza cuando el agua le llega a la garganta, y el aire no. Prometí que no volvería a caer y vivo en el suelo, camino sin rumbo en la vida y me guío por el que me padre siguió primero, respiro queriendo no hacerlo y continúo porque jamás nadie me explicó qué hacer cuando ya quedan motivos, ni aliento, para seguir corriendo.

He podido mentir muchas veces, pero he preferido rendirme a la evidencia, arriesgarme a desvelar que nunca me ha hecho falta dejar este mundo, para considerarme una persona muerta, pero que siempre he encontrado motivos suficientes para volver a vivir. Y lo siento. Siento si no fui lo que esperabas, el día que llegaste a mi vida para prometer que te quedarías, cuando ya estabas preparando la excusa perfecta para la próxima partida, cuando todo saliera mal.

Lo siento, porque nunca fui lo que quisieron que fuese, y porque en vez de intentarlo esta vez, prefiero seguir perdiéndome y encontrándome mil veces, hasta que por fin, me vuelva a ver.