Nacimos enfermos.
Enfermos de miedos, de dudas, de complejos, nacimos preguntándonos que era lo correcto para los demás antes de saber si quiera, qué camino era el nuestro. Nacimos condicionados, cautivados y condenados por nuestros propios problemas, aquellos que creímos superados pero que volvieron a renacer una vez pasado el tiempo, cuando todo era calma, y no teníamos a nadie cerca que nos dijera que pasaba exactamente cuando llegaba el invierno.
Vivimos engañados, absortos en ambiciones autoimpuestas y en sueños rotos, en la importancia de trabajar en algo, y en el olvido de amar el qué. Vivimos presionados, rodeados de personas que te ríen con la misma cara con la que luego te darán la espalda, con el miedo en el cuerpo de no saber cómo vivirás cuando llegue mañana, cuando en realidad solo conoces lo que ocurre cuando empiezas a respirar, porque de vivir no sabes nada.
Somos un número, una ecuación incompleta a manos de un futuro desgarrador que nos cortó las alas, nos bajó los humos, nos lanzó al miedo, nos dio excusas, avisos y pretextos, para no salir del sendero estipulado en el que lo único que podíamos hacer era seguir corriendo, en una cinta que se reiniciaba, en un camino que volvía a empezar para evitar que llegaras demasiado lejos, o demasiado alto, como para ver que desde arriba, sólo éramos hormigas andando en círculos, debajo de una mano ordenadora, que lejos de ser Dios, era más bien el mismísimo diablo.
Somos la moraleja sensacionalista, la generación saturada, absorta, cansada, rota, maltratada, y usada solo para cumplir todos los sueños de aquellos que un día estuvieron en nuestro lugar y no pudieron. Somos los siguientes en la lista en caer en el infierno,
Pero tranquilos, todavía nos quedan ganas para seguir luchando a pesar de que nadie crea en la causa, por perdida, porque un día ella
fuimos
nosotros.