Te debo mis alas;
nos vemos en el vuelo.
Nunca supe quererme al menos el tiempo suficiente como para creer que era más que todo aquello que escribía, pero supe caminar en la dirección correcta para guiar mis pasos hacia donde estabas tú.
Intenté explicarme mil veces en silencio, en qué consistía la suerte de haberte encontrado, y no supe hallar otra respuesta que no fuera la del total desconcierto que otorgaba la sensación de haber ganado, sin haber tenido la obligación de luchar en una batalla inexistente propiciada por un final esperado por ambas partes.
Nos dimos tanta prisa en enamorarnos, que cuando me quise dar cuenta, ya habías deslizado las manos hacia mi cintura queriendo dibujar en ella, la certeza de no querer perderme jamás.
Fui el lienzo en blanco enamorada del arte suicida de quien sabía contar más historias callado, que hablando sin querer decir prácticamente nada. Y es que tú siempre fuiste de esos que portaban en sus párpados las cicatrices de toda una vida, intentando aparentar que la herida cerraba a la vez que lo hacía el daño. Aunque ambos supiéramos que no era así, que todavía en tus costillas resonaban los disparos huecos de aquellas balas que se quedaron encerradas en tu pecho, buscando un sólo momento, para volver a respirar.
Nos enamoramos, mientras yo intentaba buscar maneras de describirte para hacerte eterno y no convertirte en ese tópico inefable, que cayera en la rutina de no encontrar las palabras necesarias entre tanta poesía mal expresada, en líneas que derrochaban tinta sin sentimiento alguno.
Nos enamoramos, y entonces, tú comenzaste a dibujar nuestra historia trazo a trazo, como queriendo cimentar en aquellas líneas, un futuro que ya era capaz de contarse por sí solo, como si de un libro abierto se tratara.
Un futuro para el cual, ya no había marcha atrás.
Nunca.