Puedo ir adelantando, que el hecho de ser una soñadora en un mundo en el que la realidad te golpea con la misma brutalidad que el adiós, es andar con pies de plomo, sobre unas nubes que se desintegran a cada paso. Nacemos para morir sepultados sobre una vida que no elegimos, sobre un futuro prometedor que jura más de lo que nunca podrá otorgar, sobre las exigencias de un país que hace muchos años dejó de cumplir las nuestras.
Pasamos toda la vida intentando no hacer ruido, por miedo a que la sociedad mire de soslayo cómo alguien intenta cambiar ese eslabón, del que todos los demás se quejan. Aprendemos a memorizar conceptos, a encajar, a sacar brillo a las placas que conseguiremos absorbiendo unos conocimientos que poco después, terminaremos vomitando cuando ya no hagan falta, cuando ya no haya un examen que determine quiénes somos o qué tenemos que ser.
Ya no se habla de pasiones, ya no se queda en los bares, ya no se grita por una libertad utópica que causa estragos en las mentes que aún la recuerdan, negándose a olvidar, lo que lucharon por creer.
Puedo ir adelantando, que muchas veces me he tragado mis palabras por miedo a hacer daño a personas que, mucho antes de aquello me habían declarado territorio de conquista, clavando puñales antes de que nada en mí, pudiera florecer. He cubierto charcos, he parado balas, he sido escudo, casa y protección pidiendo únicamente un abrazo a cambio, que no llegó incluso cuando la primavera empezaba a germinar, dejándome llagas de pasado.
Dejé pasar al verdugo, quizá fue por eso por lo que nunca llegué a sentirme víctima.
Me hice a un lado antes de que nadie me lo pidiera,
y con la respiración elegante de una mecedora
fui dándome cuenta de que
la muerte me nacía por dentro,
y apagándose en silencio,
moría la vida.