Estoy mareada cuando entro por la puerta. Y por un instante, en el momento en el que me agacho para quitarme los zapatos dudo si podré incorporarme de nuevo. No quiero despertarte, sé que no has tenido una buena semana en el trabajo, y yo estoy demasiado borracha como para mantener una conversación sin vomitar sobre la alfombra marrón del salón, la que nos regaló tu madre, la que yo tanto odio. Cuando entro en el cuarto no te veo en la cama, y pienso, como siempre, que te has quedado dormido en el sofá, después de estar mirando al techo, pensando en todas las razones por las que el día ha ido mal, o quizá has decidido quedarte en el sofá después de masturbarte, mientras veías un vídeo porno y me imaginabas a mí, como un último recurso, una última caricia ante esta temporada en la que los únicos dedos que me han tocado donde yo tanto lo necesitaba, han sido los míos. Nos hicimos mayores demasiado rápido y los problemas acudieron a nuestra vida sin tregua alguna. Estos son los contras de los que nadie habla cuando se trata de amor.
No sé cuanto tiempo me he quedado pensando en toda la mierda que rodea nuestra vida, pero cuando levanto la cabeza por fin te veo, apoyado en la barandilla del balcón, de espaldas a mí, con un paquete de Malboro en el bolsillo trasero ese pantalón vaquero que te regalé cuando nos conocimos y que ahora está tan desgastado como lo estamos nosotros. Un cigarrillo descansa sobre tus labios, aunque no lo vea lo sé, veo como el familiar humillo con olor a tardes de sexo aparece por encima de tu cabeza y desaparece segundos después acunado por el viento. Llevas el pecho descubierto y cuento con los dedos de las manos los tatuajes que adornan tu espalda, esos que conocen mejor el roce de mis labios que el tacto de la ropa. Tienes los pies desnudos e imagino que ahora sólo necesitas un poco de calor, aunque tienes el corazón demasiado frío como para admitirlo.
Me acerco poco a poco hacia ti. No recuerdo la última vez que estuve tan cerca de tu cuerpo y ante ese pensamiento las lágrimas inundan mi mirada. Poso mi mano en tu espalda y te estremeces. Dejo que las lágrimas acaricien mis mejillas sin remedio, no todo está perdido, en realidad nunca lo ha estado, era un sin sentido que algo tan fuerte se volviera tan débil de un momento a otro, por culpa de las circunstancias, el estrés, la rutina y el puto día a día.
Cuando te das la vuelta puedo ver en tus ojos lo que tú no eres capaz de admitir; que estás igual que yo, que tú también me has echado de menos. Con las respiración agitada, coges mi pequeña muñeca en comparación con tus dedos, firmes, expertos y me das un beso en la palma de la mano, jadeo ante ese inesperado contacto, que lejos de ser sexual, es tan íntimo que me hace sentir completamente expuesta, completamente desnuda ante ti.
Te beso lentamente y nos movemos al ritmo de una canción inexistente. Con tus manos acariciando el final de mi espalda y mis dedos investigando cada pequeña imperfección de su nuca.
Y mientras bailamos me permito fantasear con la idea de que algún día saldremos de aquí, pero me quedo callada, es demasiado para hablar en un mismo día y ya estoy pensando demasiado.
Y noto que tu también te das cuenta cuando tus manos se meten por dentro de mis pantalones buscando ese tesoro que nunca te cansas de encontrar. Disudiando a mi mente de cosas que, en cuanto tus dedos me tocan, pierden absoluta importancia.
Sandra Haya