Dejo que el bolígrafo se funda con el papel un segundo y al siguiente me paro y leo lo que he escrito. Sonrió involuntariamente, pero cuando me doy cuenta de que he vuelto a escribir tu nombre esa sonrisa desaparece. Mierda. Como un mantra intento acordarme de los motivos por los que no eres bueno para mi aunque me doy cuenta de forma instantánea de que el mayor motivo de mi infelicidad soy yo. Con dedos temblorosos empiezo a mirar nuestras fotos, aquellas que plasmaron los felices aunque escasos momentos que pasamos juntos. Saco la carta que hace poco me escribiste y la leo de nuevo. Puede que pienses que no eres nada pero eres la nada que me mantiene vivo. Tu frase. Recuerdo que me puse a llorar cuando la leí por primera vez, igual que ahora. Acarició mi mejilla recordando aquellos momentos en los que eras tu el que limpiaba mis lágrimas mientras me recordabas que tu tampoco eras perfecto. Dejo que una lágrima acaricie mi mejilla y acto seguido exploto en llanto. Te echo de menos. La pantalla de mi teléfono se enciende como cada noche y veo que en ella aparece tu nombre. Descuelgo el teléfono y me limito a escuchar. Oigo tu respiración entrecortada mientras repites mi nombre una y otra vez pidiéndome por favor que te conteste y sé que has estás llorando. Consigo reprimir un sollozo y cuelgo el teléfono. Hoy no, me digo a mi misma, quizá cuando empiece a quererme a mi misma seré capaz de entender que me amas, quizá mañana, quizá.
Sandra Haya