Me he dado cuenta de que la gente tiene una opinión muy equivocada sobre mí. Y lo entiendo. Puede ser que desde fuera todo se vea diferente, mejor. Pero no es así. La gente me ha visto luchando, llorando, riendo, pero nadie me ve al final del día cuando sólo esos pensamientos dañinos me acompañan. Todos han visto esas cicatrices que acompañan mi cuerpo haciendo acto de presencia y representando cada batalla ganada. Pero esas no me duelen. Me duelen las que no se ven. Las que están por dentro y sólo yo puedo notar. Las que se resienten cada vez que alguien me recuerda, de forma cruel, lo que me ha tocado vivir.
Aunque lo intento llevar lo mejor que puedo. Haciéndoles creer a los que más me quieren que eso me importa una mierda, cuando la que está hecha una mierda la mayor parte del tiempo soy yo. Y sí, sé que podía haber sido peor, pero claro, cuando eres tú la que lo tienes que pasar, ese tipo de consuelo por llamarlo de alguna forma, no te vale y te da más ganas de pegar a alguien que de salir adelante. Es el típico consuelo que mi padre y yo denominamos “el consuelo de los tontos”, lo que uno dice cuando en realidad no sabe que decir y acaba cagándola estrepitosamente. No soy fuerte, para nada. O por lo menos no me lo considero. Quien me conoce bien sabe cuan de frágil soy. Las apariencias engañan y yo de puertas para fuera vivo de apariencias, que me ayudan como una coraza a protegerme de lo que me puede hacer daño. Me gustaría caminar sin miedo y sonreír con ganas, pero si la vida fuera así de fácil, permitiéndonos tener una vida de lujo y sin ningún tipo de problemas, nos acabaríamos muriendo entre tanta monotonía. Mientras tanto sueño, y me abrazo a la idea de que algún día, la gente empiece a pensar y no utilice de forma tan abusiva, los tan famosos prejuicios.
Sandra Haya